—Spasiba —le dijo Mikhail a la camarera que les sirvió los dos cafés en la mesa.
—Es como te digo —dijo Fyodor en ruso—, mi hija, Inessa, sale con ese bastardo pelilargo y lleno de piercings solo para molestarme. En serio, Mikhail, es una desgracia. ¡Por Dios! —exclamó tras una pausa—, sólo tiene catorce años.
—Estás exagerando. El amor es hermoso, lo mejor de la vida. Deberías estar feliz por Inessa.
Miraron por la ventana al oír los frenos de aire del camión de Yuri. El recién llegado logró sentarse a la mesa con los otros dos cuarentones tras separar la silla casi un metro.
Mikhail, con la cara iluminada, explicó a Yuri las dos opiniones. Fyodor, con los labios apretados, miraba el cielo plomizo y pensaba que la autopista de los Urales estaría muy resbaladiza por la nieve que caía lenta.
—Tonterías —se burló Yuri mientras miraba el menú—. Los dos están hablando tonterías. La juventud, el despertar sexual, el desenfreno, son asuntos naturales de la vida.
—Yuri, ¿tienes hijos? —preguntó Fyodor acomodándose en su asiento.
—Claro, hombre —respondió Yuri frotándose las manos ante el menú—. Tenemos ocho hijos. El mayor, Viktor, nació cuando mi esposa, Aliona, tenía diecisiete años —los otros dos se miraron.
Yuri, con los ojos brillantes, buscaba a la camarera. Se había decidido por la porción de medovik, amaba la tarta de miel.
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