Escribo estas líneas para mí. Con mi editor estamos de acuerdo en no publicar el reportaje en Le Moniteur Universel. La noche del 30 de septiembre de 1794 (9 del mes del Vendimiario según el calendario de la Revolución Francesa) el periódico me envió a entrevistar a Claude, el verdugo de la Nueva República. Esa tarde el hombre había ejecutado a quince personas en la guillotina del solar Antoine. Muchos no se acostumbran a los cambios de la Revolución y continúan diciendo que es la plaza de la Bastilla.
En ese momento pensé que era mi día de suerte. Uno de mis informantes me dijo que el verdugo frecuentaba la posada de Monsieur Periné.
Al ocaso entré al local que estaba en los suburbios. Las rugosas maderas del suelo del salón despedían un intenso efluvio de vómito rancio y vino. Imaginé que al fondo estaría el mostrador, ya que los faroles apenas iluminaban algunos metros de la brumosa atmósfera. Encontré la amplia mesa de despacho de bebidas y tras ella me examinaba un hombre dedicado a secar un jarro. Supuse que se trataba de Monsieur Periné. Llevaba el cabello pelirrojo y revuelto alrededor de la calva cabeza. Si ese individuo de algo más de cincuenta años no estaba sobre una tarima, medía un metro setenta y cinco.
Sus ojos, entornados, flotaban encima de las abultadas ojeras. Le pregunté por Claude, pero el tendero seguía vigilándome con desconfianza. Mientras el hombre persistía en enjugar el jarro con sus manos regordetas, miré alrededor. Casi todas las mesas estaban ocupadas por caballeros solos que atendían a su bebida o dormían. El hombre del mostrador tomó las dos monedas que le puse enfrente y las guardó en el bolsillo de su delantal de color ratón. De inmediato volvió a su tarea con el jarro y apuntó su pequeña nariz hacia una mesa ubicada debajo de una ventana.
Me senté frente a él, con una botella de vino. No respondió mi saludo ni mostró interés por la bebida que llevé a la mesa. El cabello negro le caía sobre sus hombros como si estuviera mojado. La figura, inmóvil estaba inclinada hacia adelante con los dedos entrelazados frente a su copa, como si estuviera orando.
En el pasado entrevisté con serenidad de espíritu a muchos embajadores, príncipes e importantes militares. Algo había en este personaje silencioso que me provocaba el recelo que siente un niño cuando los mayores lo han descubierto en alguna travesura. En cuanto susurré mi propósito allí, me avergoncé por el tono inseguro de mis palabras. Respondió con un leve movimiento que apenas agitó sus cabellos. Puse más vino en su copa.
Según la opinión popular, le dije, el alma del verdugo muere un poco con cada ejecución. Fue la primera vez que levantó la cabeza hacia mí. Me dio frío. La viruela había dejado la marca de su paso en la cara que me miraba con ojos ausentes. Sin ninguna prisa separó las manos y bebió todo el vino de una vez. Volvió a colocar la copa en la mesa y con delicadeza la arrastró hacia mí.
Me dijo que era un error común pensar que existe el alma. La voz sonaba acatarrada y su acento me pareció el de las clases altas. Una esquina de su boca se elevó cuando le pregunté por sus inicios en el trabajo. Mientras asentía me explicó que las primeras ejecuciones le resultaron difíciles. Sin embargo, agregó, con el tiempo su labor se convirtió en un trabajo, como el del herrero o el de un zapatero. A continuación bajó la vista a la mesa e hizo una pausa mientras sacudía la cabeza. Permanecí en silencio frente al hombre que se volvió ensimismado, supuse que estaba concentrado en sus pensamientos. Me dijo que todos deberían saber que es un trabajo. No tuve dudas de su tono, era distinguido, casi aristocrático. Sin embargo no había petulancia en su voz cuando comentó que encontraba vulgares a algunas personas. De inmediato me dijo que se refería a quienes cruzaban la calle para no pasar a su lado o a esos que se retiraban del lugar en cuanto él entraba. Se tomó el vino, se secó con un dedo los labios caídos y me acercó la copa.
Mientras le servía más bebida me explicó que le traían a los reos para que él haga su trabajo. La voz le sonaba cada vez más áspera y la lengua se le estaba poniendo pesada al hablar. Con un gruñido dijo que un criminal elige cuándo, cómo y a quién matar. Cuidando mis palabras le pregunté si recordaba a cuantas personas le habían enviado para decapitar. Sacudió la cabeza con los labios apretados y tras tomar un poco de vino me explicó que hubo muchas cestas. Cuando vio mi cara, apoyó los codos sobre la mesa e inclinando el rostro, como si se viera forzado a explicar trivialidades, me dijo que las cabezas caen en canastas de mimbre. A continuación se reclinó en su asiento mirándose las manos y quedó en silencio moviendo apenas los labios.
El vino se había acabado y decidí esperar para formular mi última pregunta. La historia del verdugo era una nota estupenda. Solo necesitaba que me cuente algún episodio enigmático. Sin dudas ese sería el cierre tenebroso que tanto les gusta a los lectores. Traté de llamar su atención extendiendo el índice sobre la mesa. Él levantó la vista y me miró con los ojos entornados y la boca abierta. Se me estaba acabando el tiempo. Del modo más afable del que fui capaz le pregunté si entre cabezas y canastas recordaba algún hecho misterioso. Los ojos estaban casi cerrados, la boca seguía abierta pero, levantó las cejas y su cabello osciló cuando sacudió la cabeza de arriba abajo.
Cerró los ojos un instante y luego de abrirlos un milímetro, se me acercó, colocó una mano al costado de la boca y me susurró que había visto el futuro. Se reclinó otra vez asintiendo con los ojos cerrados. Pensé que se quedó dormido, pero de improviso volvió a acercarse y con el mismo ademán confidente de antes murmuró que en la última ejecución de ese día vio su propio rostro en la canasta de mimbre. Me dijo esto con los ojos cerrados y volvió a recostarse para no abrirlos más.
El pelirrojo del mostrador me miraba sonriente mientras los hombros se le sacudían. La entrevista había terminado y me pareció muy buena. Me alejé y antes de salir observé a Claude que dormía con cabeza apoyada en el brazo que tenía sobre la mesa.
Dejé atrás las tinieblas de los suburbios y corrí hacia la casa de mi editor. Casi sin aliento le conté los detalles del encuentro de esa noche. Al finalizar él compartió conmigo las últimas noticias de las ejecuciones de ese día funesto. Antes de irme de su casa me convenció de no publicar la historia. No era apropiado difundir que esa tarde el verdugo, sin saberlo, había ajusticiado a su propio hermano.
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