La Plaza Almagro no es mi favorita, pero está cerca de casa. Todos los días camino durante una hora y debo reconocer que me siento mejor. Resulta agradable pasear entre los chicos que juegan y los paseadores de perros. Soy el más lento del grupo de los que usamos ropa deportiva. Algunos corren velozmente esquivando a los demás mientras que yo camino con mi orgullo un poco flojo. Sin embargo creo que mi calzado deportivo debe ser el más caro y además me hace sentir que voy flotando sobre la vereda. Estoy convencido que por la ropa que uso estoy en el grupo de los deportistas y no creo que la velocidad de la actividad sea importante, no quiero estar con los paseadores de perros o ancianos. Al menos por ahora.
Comencé mis actividades aeróbicas en la Plaza Almagro escuchando la música de mi reproductor con unos discretos auriculares. Pocos días después decidí no escuchar más música. No es que no me guste, sino que me sentía muy aislado de lo que ocurría a mi alrededor. Está claro que casi nadie interactúa con los demás, pero es reconfortante escuchar el bullicio de los chicos, en el área de juegos infantiles, las risas espontáneas de las parejas que conversan en los bancos, incluso la bocina del 146 que justo dobla en la esquina. El área de los juegos de mesa está cerca de la calle Sarmiento y es la menos bulliciosa de la plaza. Las mesas y los bancos son de cemento y es donde se congregan los jugadores de ajedrez, damas y naipes.
Mientras caminaba alrededor de la Plaza, comencé a prestar atención al comportamiento de las personas. Por ejemplo, pude comprobar una vez más la asombrosa habilidad de algunas mujeres que les permite hablar simultáneamente y comprenderse entre todas sin dificultades. También descubrí que muchos de los jóvenes que se dan cita en la plaza tienen camisetas de fútbol idénticas y en algunos casos con el mismo nombre estampado en la tela. Encontré muchas situaciones interesantes durante mis caminatas diarias, pero, en mi opinión, una resultó ser la más interesante. Eran dos viejitos que se reunían todas las mañanas a jugar al ajedrez en el área de juegos de mesa.
Los dos llegaban siempre a la misma hora y se enfrentaban con sus piezas de madera en medio. El viejito de la gorra a cuadros llegaba desde la calle Salguero, mientras que su contrincante se presentaba en pantuflas y se acercaba desde Bulnes. El anciano de las pantuflas debía vivir cerca porque caminaba con dificultad.
Los dos hombres demoraban bastante en sentarse y organizarse frente al tablero incrustado en la mesa de cemento. El viejito de la gorra concurría con las piezas del juego en una caja de zapatos sujeta con un elástico grueso desgastado. El proceso de sentarse y acomodar las piezas requería el tiempo de dos vueltas mías, que soy lento, a la plaza.
En cada vuelta se veía que las piezas cambiaban su posición en el tablero y siempre los dos hombres hablaban todo el tiempo y muchas veces reían con sonoras carcajadas. Este comportamiento festivo contrastaba con la atmósfera solemne de las demás mesas del área donde otros vecinos se reunían a jugar al ajedrez y a las damas. En una oportunidad el viejito de las pantuflas casi se asfixia de la risa mientras su compañero se tapaba la boca con lágrimas que corrían detrás de sus anteojos de carey. Los ceremoniosos jugadores de las demás mesas perdían la concentración de sus actividades y a veces les dirigían miradas de disgusto.
Al comienzo, mi hora de ejercicio terminaba antes del fin de la partida de los viejitos. Como esta situación me intrigaba mucho, decidí demorar mi llegada a la plaza para encontrar el momento en el que los viejitos se separaban para regresar a sus casas. Los hombres jugaban aproximadamente una hora y media antes de regresar cada uno por donde vino, el de las pantuflas hacia Bulnes y el de la gorra hacia Salguero. El viejito de pantuflas añadía a la diversión el cruce temerario de la calle Sarmiento por mitad de la cuadra. Cruzaba agitando los brazos con exageración, como si corriera enérgicamente para apresurar el cruce aunque se desplazaba con la pereza propia del uso de pantuflas. Reconozco que no podía apartar la vista de la maniobra del anciano que cruzaba la calle Sarmiento combinando el riesgo con lo gracioso. Noté que éramos muchos los que mirábamos entre risueños y preocupados al viejito alocado cruzando la calle en pantuflas recibiendo bocinazos y palabras groseras de los automovilistas.
El momento del cruce del viejito con pantuflas era un acontecimiento digno de verse para los comerciantes de la acera a la que llegaba luego de trasponer Sarmiento. El momento más difícil era subir a la vereda ya que el cordón era muy alto para el anciano. Al llegar al cordón el hombre se detenía, miraba sus pies y parecía estar reuniendo fuerzas para subir una de sus piernas y ascender a la vereda. La señora que atiende el puesto de diarios de mitad de cuadra era la primera en impacientarse. Se acercaba al anciano y lo sujetaba de un brazo para que pueda alcanzar la vereda. Una vez repuesto de su aventura el viejito se perdía por Bulnes. Mientras continuaba con mis caminatas, me preguntaba, como todos, creo, por qué este hombre no cruza por la esquina donde las rampas y el semáforo pueden simplificar el traspaso. A veces el anciano de las pantuflas, antes de alejarse, miraba a su público de la plaza con una sonrisa traviesa.
Algunos meses después, vi que otras personas ocupaban la mesa de los ancianos. Luego de unos días sin ver a los viejitos del ajedrez, al final de mi recorrido me acerqué al área de mesas de juegos de la Plaza para saber qué había pasado con ellos. Uno de los jugadores habituales era un hombre gordo que vestía siempre el mismo conjunto deportivo dos talles menor de lo estéticamente recomendable. Mientras el hombre de la ropa deportiva diminuta estaba de pie observando a otros jugadores, me acerqué y le pregunté por los viejitos. Al principio no sabía de quienes le hablaba, pero cuando mencioné la gorra de cuadros y las pantuflas, asintió sonriendo. El hombre, siempre sonriendo, giró hacia mí e hizo un esfuerzo por cruzar los brazos sobre su gran abdomen. Me contó que simplemente dejaron de presentarse a jugar al ajedrez, marcando la palabra ajedrez con un gesto de comillas con los dedos. Cuando vió que yo no comprendía el gesto, descruzó los brazos y aclaró que los hombre no jugaban al ajedrez y que además el juego de piezas que traían estaba incompleto. Soltó una leve risita y me dijo que solo movían cada tanto las piezas por el tablero sin concierto alguno. En su opinión, solo se reunían allí para divertirse contándose historias disparatadas.
Ayer estuve a punto de cruzar Sarmiento para hablar con la señora del puesto de diarios y saber más de los viejitos, pero decidí no hacerlo. No quiero saber qué pasó con los ancianos que charlaban animadamente mientras parecía que jugaban al ajedrez. Hoy sigo caminando por la plaza sin historias interesantes. Estoy seguro que debe haber otros que también extrañan a los viejitos.
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