Después de casi tres meses de intensa búsqueda, Tony Eveas por fin obtuvo su pasaje en la única aerolínea que hacía el vuelo. Cuando la nave despegó, solo había dos pasajeros a bordo. Tras siete horas de travesía llegaron a la isla de Zanarcea.
Mientras le sellaban el pasaporte vio que su compañero de vuelo salía a la calle con un paraguas de metal. Tony no podía estar más contento, sería el primer vendedor de la empresa en hacer negocios en ese país. Arrastraba su maleta hacia la salida por los pasillos desiertos del aeropuerto cuando un policía le pidió que lo acompañara. Entraron a una oficina donde un funcionario con un enorme bigote le ofreció un paraguas de aluminio. De inmediato agradeció el obsequio, pero el hombre tras el escritorio le explicó que no era un regalo, su uso era obligatorio en el país. La calle exterior del aeropuerto estaba tan desierta como el interior. Cuando salió, todas las luces del edificio se apagaron. Estuvo esperando unos minutos en la puerta hasta que llegó un taxi amarillo. Al subirse con su maleta y su paraguas de aluminio descubrió que iba a su hotel a bordo de un auto blindado. El taxi se sumó al tráfico donde vio que todos los vehículos, grandes y chicos, estaban blindados.
Deseoso de conocer la ciudad, dejó sus pertenencias en la habitación y salió a dar un paseo. En la recepción le dijeron que para ir a la calle debía llevar su paraguas de metal. El conserje, agitando el índice de su mano enguantada, volvió a decirle que el uso de ese artículo era obligatorio. Regresó a su habitación a tomar el objeto metálico para poder salir a pasear sin infringir la ley. Decidió visitar un centro comercial y allí comprar un recuerdo para su hijita. De camino vio que las personas llevaban en la mano o bajo el brazo esas sombrillas de aluminio. Miró en todas direcciones y comprobó que también los toldos eran metálicos.
Los pasillos del shopping estaban poblados de negocios con las mejores marcas de ropa. Parte de la iluminación provenía del techo que era una enorme cúpula de cristal que mostraba un cielo con nubarrones. Se alegró de tener un paraguas, aunque fuera de metal. Poco a poco el lugar comenzó a ponerse oscuro, supuso que el clima empeoraba a toda prisa. Vio que sobre los vidrios del techo se desplegaban unas láminas de acero que se cerraban como un iris gigante. Sin darle importancia al asunto, siguió mirando las vidrieras que en general estaban decoradas con buen gusto. A los pocos minutos comenzó un estruendo que hizo que se agache por instinto. Miró a su alrededor y al parecer a las demás personas el sonido no les llamaba la atención. Todos seguían con sus ocupaciones y, a lo sumo, hablaban a los gritos para poder comunicarse en medio del ruido.
Decidió que lo mejor era alejarse de ese alboroto y al ver la calle se quedó con la boca abierta. Las piedras de granizo que caían eran del tamaño de una naranja. Rebotaban por todos lados, arriba de los autos blindados, encima de los toldos de metal, sobre los paraguas de aluminio de los transeúntes. Eran como pelotas de tenis macizas y blancas que saltaban al azar hasta caer en el suelo. Las rocas de hielo que se precipitaban causaban gran estridencia, sin embargo la gente seguía su camino esquivando los trozos de granizo. Algunas madres retenían a sus hijos que querían salirse de debajo de los paraguas para jugar con el hielo. Un anciano caminaba paseando a su perro con tranquilidad. El hombre sostenía su sombrilla metálica reglamentaria y su mascota llevaba una montura con una cubierta de zinc de media caña. Corrió de regreso al hotel eludiendo a las personas y las esquirlas de hielo que volaban a su alrededor.
Todo aquello le parecía un mal sueño, debería olvidarse de los negocios, ya quería irse de ese país. Tomó un taxi blindado de regreso al aeropuerto y cuando entró, el edificio estaba vacío y con las luces apagadas. Sin poder bañarse ni comer esperó tres días en las butacas hasta que pudo tomar un avión de vuelta a su hogar. Por fin la nave despegó y se alegró de alejarse de esa isla y su granizo. No le sorprendió descubrir que él era uno de los dos pasajeros a bordo. El otro era un hombre canoso. Sabía por experiencia que el viaje duraba siete horas de modo que decidió matar el tiempo charlando. El otro individuo, un hombre muy agradable y bien predispuesto a la conversación, resultó ser ciudadano del país que habían dejado atrás. Dialogaron varias horas, en especial del clima de Zanarcea. El hombre canoso estaba de acuerdo con él, el constante granizo era un inconveniente enorme. Siempre había que salir con el paraguas reglamentario, los pocos cultivos disponibles crecían con luz artificial y no tenían ganado. Un rato después Tony sintió que ya había confianza entre ellos y le preguntó por qué la gente quería vivir en un lugar así. El canoso había bebido algunos aperitivos y le confesó cuál era una de las grandes ventajas de vivir allí. Sus compatriotas estaban de acuerdo en que, pese a las continuas granizadas, lo bueno era que nunca recibían visitas de familiares indeseables.
Tony Eveas estaba en el taxi de camino a su casa, donde lo esperaban su esposa y su hija. Era domingo, el día que su suegra pasaba la jornada visitándolos desde la mañana. Se preguntó cuánto costaría mudarse a Zanarcea. En definitiva, se dijo, el granizo es como la lluvia, pero un poco más contundente.
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