En pocas palabras, eso era un desastre. Las campanas de su iglesia habían dado las once y el Padre Gervasio estaba con las cejas apretadas mirando las hortalizas que había sobre la mesada de la cocina. A la hora del almuerzo se reuniría con su comunidad y solo contaba con los pocos vegetales que tenía enfrente. Tras lavarlos, acomodó el zapallito entre el tomate y la zanahoria y junto a esta la berenjena. Se secó las manos en el delantal e inspeccionó a su tropa con la boca torcida. Los huevos estaban ausentes sin aviso y no llegarían hasta la tarde. Debería conformarse con esos ingredientes para preparar la comida.
Faltaban cincuenta minutos para el encuentro. Apartó el tomate, le hizo unos cortes en la base y mientras esperaba que hierva el agua, rebanó lo demás en finas rodajas. Luego de algunos segundos de hervor, retiró la piel del fruto rojo y lo cortó en cubitos. La salsa de tomate estaba en marcha a fuego lento y el perfume del vino que agregó inundó toda la cocina.
Como siempre le sucedía, lo que buscaba no estaba a mano. Al fondo de la alacena encontró la cazuela de hierro fundido que necesitaba. Sobre la base de aceite de oliva formó capas alternadas con las rodajas intercalando algo de salsa entre ellas. Al fuego, se dijo, que falta menos de media hora. La preparación olía muy bien. Se alegró de haber agregado el orégano y la albahaca. Redujo el fuego y se sirvió una copa de vino.
¡Cinco minutos! Con cuidado acomodó los vegetales en el plato, manteniendo su disposición. Agregó por encima una cucharada de la salsa y a un costado dispuso una hoja de albahaca. Cuando se sentó frente a la vajilla, ya era la hora. Refrescó el programa de la notebook y los otros tres sacerdotes estaban contentos, cada uno con su plato enfrente, en su cuarto de pantalla. Brindaron juntos desde las cuatro iglesias. En pocas palabras, pensó Gervasio, eso era felicidad.
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